Hasta los últimos tiempos de la República, aun los romanos opulentos llevaban una vida muy sencilla.
Se consideraba de muy mal gusto para un rico mantenerse separado de la gente común.
Se suponía que conocía el nombre de todos aquellos, ricos o pobres, a quienes encontraba mientras caminaba por la calle en el foro.
En tiempos posteriores, los políticos tenían esclavos especiales que les soplaban al oído los nombres de la gente que encontraban.

Un hombre rico se levantaba al alba y reunía a toda la casa para las plegarias familiares. Después tras un ligero desayuno de pan, queso y vino, llegaba para él el momento de ver a sus clientes, hombres que visitaban a los ciudadanos ricos para ofrecerles sus servicios.
A cambio de ellos, esperaban favores políticos o simplemente un regalo en alimentos o dinero.

Tras esto, el ciudadano llamaba a su administrador -un esclavo- para darle sus órdenes por escrito. Podía haber asuntos que tratar respecto a su propiedad rurl o simplemente indicarle que se ocupara de ellos.
Después, el ciudadano partía hacia los tribunales o el Senado, lugares ruidosos y atestados de gente. Al cabo de una larga mañana, el ciudadano se sentía feliz de poder hacer una visita a los baños en el momento más caluroso del día. Allí se reunía con sus amigos.

Se cenaba temprano, por lo general no después de las cuatro de la tarde. Los romanos solían ofrecer banquetes a sus amigos. Se consideraban un buen número unos seis o siete huéspedes.

El anfitrión, su esposa y los invitados comían reclinados en elegantes divanes. Era raro que una comida se prolongara después del anochecer.
FUENTE: Grandes Civilizaciones - Antigua Roma - Editorial Sigmar
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